sábado, 23 de septiembre de 2017

La piel como escenario


La piel como escenario
, por Juan Manuel Otero Barrigón

La piel está relacionada con todo, siendo una barrera sensible y táctil entre el sí mismo y el otro, entre el exterior y el interior del individuo. Su vitalidad para la existencia es tal, que constituye la geografía donde los seres pueden encontrarse. Amén de ser tan delgada, la piel es profunda y rica. Todo el conjunto de órganos, músculos, estructura ósea, y en definitiva, todas las partes que rodean nuestro cuerpo, están cubiertas por esa fina película que define el límite entre aquello que somos y aquello donde dejamos de ser. La piel está, además, dotada de una especialísima cualidad de contención o permeabilidad simbólica: de allí que suele decirse que una persona muy susceptible tiene la piel fina, mientras que otra resistente, “curtida” por la vida, tiene la piel gruesa. Cuando los avatares de la existencia se inmiscuyen en nuestro humor, “se nos meten bajo la piel”. Por otro lado, en casi todos los idiomas se comprende el carácter esencial o comprometedor que reside en la expresión “salvar el pellejo”.

La piel consta de tres capas y supone el 15% de nuestro peso corporal. Es el mayor órgano del cuerpo y su función es proteger y amortiguar. En tanto envoltura o tegumento exterior, algunos ritos distribuidos por el mundo nos enseñan que no está exenta de su desollamiento. Los pueblos antiguos despellajaban a víctimas humanas y se cubrían con su piel para imitar la muda de las serpientes, donde la vieja piel del año se retira, posibilitando una renovación transformadora.

La piel es también un lienzo a través del cual se expresan diversos detalles simbólicos de la posición social y de la identidad personal. Por ejemplo, en ciertas culturas, el abdomen cortado de una joven representa disponibilidad conyugal, y el torso tatuado de un hombre, su condición iniciática. Por otra parte, a menudo, el maquillaje concilia al mismo tiempo tanto un juego como un arte decorativo que crea una máscara para el drama de la vida. En los cuentos tradicionales y en el folklore, la persona maldita o hechizada tiene muchas veces la piel de un animal. Esto sugiere, por un lado, la necesidad de redimir un complejo psíquico que no le permite ser del todo humano todavía; o, por el otro, la necesidad de vivir dentro de la sustancia animal o el espíritu creativo de la naturaleza que ha descuidado. En el imaginario inuit, uno podría encontrarse con un animal que se quita la piel para revelar un ser humano, o con un humano que se quita la piel para revelar un animal, dando cuenta del carácter mutable y fluido del paisaje psíquico y sus interconexiones.

Dada nuestra estructura deseante, y las limitaciones de la piel para conseguirnos las condiciones necesarias de confort que los seres humanos anhelamos, comúnmente nos valemos de pieles externas para adaptarnos al entorno. Según el artista y arquitecto austríaco Hundertwasser, empleamos, por ejemplo, cinco pieles diferentes. La primera de ellas es la nuestra, la epidermis; la segunda, la vestimenta; la tercera la casa, los edificios; la cuarta piel es la identidad, todo aquello que constituye nuestro entorno más cercano, nuestra familia, nuestro barrio o ciudad, en resumen, lo que nos ayuda a definirnos. Por último, la quinta piel es la Tierra, nuestro planeta, el mismo que con su atmósfera protectora nos permite vivir, generándonos un ambiente que nos aísla del resto, del frío universo exterior.

Pero volviendo a la primera de estas superficies, digamos que nuestra relación con la piel no está exenta de su Sombra. Las pieles de muchos animales exhiben maravillosos dibujos o pelajes destinados a asegurar su supervivencia. Sin embargo, los seres humanos también las codician, como símbolos de status o para adornar su vestimenta de moda. De esta manera, empujamos a la práctica extinción a muchas especies, a las cuales estábamos destinados a proteger. Más aún, el color de la piel, determinado tan solo por su cantidad concentrada de melanina, ha sido desde antaño raíz esencial de distinciones étnicas y de prejuicios racistas. Las proyecciones psíquicas en torno a su claridad u oscuridad, plasmadas en gran variedad de mitos y relatos religiosos en todo el mundo, han condicionado profundamente nuestra percepción de los demás y de nosotros mismos.

En la piel reside el sentido del tacto, que nos posibilita percibir la presión, la temperatura y el dolor. Como fuente poderosísima de estimulación sensorial, el tacto es muy valioso para el desarrollo de las crías de muchas especies, incluida la humana; en épocas tempranas, fomenta en ellas su supervivencia, un mayor bienestar, y una progresiva independencia.

Dado que la piel se desarrolla a partir del mismo tejido fetal que el cerebro y funciona en íntima colaboración con los sistemas hormonal, vascular, inmunológico y nervioso, distintas patologías a dichos niveles se expresan a través de esa superficie protectora. Además, y como la piel es tan rica en tonalidades en lo relativo a sus reacciones a los elementos de la naturaleza, las circunstancias ambientales y los campos psíquicos, sirve como barómetro del bienestar tanto físico como psicológico. En las condiciones de la piel, suelen registrarse distintas huellas de nuestra biografía y de nuestras relaciones con los demás.

La pérdida de cabello suele ser una de esas condiciones que, salvo en aquellos casos motivados por causas estrictamente biológicas o hereditarias, suele ser escenario, muchas veces, de los avatares de nuestro devenir vital. Entre los hombres, sabido es que el paso de los años determina muchos vayamos perdiendo el cabello. Cuando Francisco de Asís y sus seguidores entraron en el clero de la Iglesia medieval, se tonsuraron, y sólo se les dejó una corona de pelo en la cabeza. Imitación tanto de la corona de espinas de Cristo como de su realeza divina. En los hombres, el cabello se puede asociar a la belleza y al vigor sexual, pero en algunas culturas, su carencia también realza la belleza natural de la cabeza y puede denotar a una persona estudiosa, un intelecto superior. En el mundo hebreo, Sansón da cuenta de lo primero, a tal punto de que el mito dota al pelo de eficacia mágica. Tanto en hombres como en mujeres, la pérdida involuntaria del cabello puede alterar de manera permanente la imagen de uno mismo, evocando cierta vulnerabilidad. Pero, por otro lado, la noción del cambio interior es vital para el significado simbólico de la cabeza desnuda. Afeitársela con fines rituales refleja la idea de consagración, iniciación y transformación espiritual, "sacrificio" que se refleja en el ingreso a muchas órdenes religiosas y que evoca la calvicie del momento de cambio quizás más determinante de la vida, la del recién nacido. Representación de una muerte y un renacimiento psíquicos. En ciertos contextos esotéricos, se postula la importancia de la coronilla, donde reside la conexión vertical con lo superior o lo trascendente. Conexión que se simboliza en las representaciones artísticas como un halo de luz brillante que rodea la cabeza. Pero también una cabeza sin pelo puede ser señal de castigo, o un intento de deshumanización: como cuando se rapaba a ciertos delincuentes, o a las mujeres que se acercaban al enemigo en tiempos de guerra. En definitiva, el poder simbólico de la calvicie tal vez descanse en que exterioriza la superficie de la cabeza, lugar del entendimiento, de los pensamientos, y de las imaginaciones más íntimas, que nos impulsan a lo alto.

"Santo Domingo Guzmán", por Fray Angelico

En nuestros tiempos, debe señalarse, además, la disímil valoración que la pérdida de cabello acarrea para hombres y mujeres. Los cánones de belleza imperantes en la mayoría de nuestras sociedades tienden a ser más impiadosos respecto a las consecuencias de la pérdida de pelo cuando se producen en la mujer. A diferencia del varón, a quien despúes de cierta edad, se le concede socialmente la posibilidad de perder cierta cantidad de pelo, la calvicie en la mujer tiende a asociarse con la menopausia y la pérdida de fertilidad, por lo cual la sociedad no suele admitir que una mujer pueda quedarse calva, siendo en esos casos, mayor su impacto psicológico en quienes atraviesan dicho proceso (aislamiento, pérdida de la autoestima, depresión, etc).

Esto nos lleva a considerar la importancia que tiene el diálogo entre los factores médicos y psicodinámicos. Así como la dermatología se ocupa de las enfermedades médicas de la piel, la psicodermatología es la disciplina que se aboca al estudio de la imbricación que dichas enfermedades tienen con nuestra psicología profunda.

Una de estas expresiones más comunes es la alopecia areata, definida como una enfermedad autoinmune de los folículos pilosos, caracterizada por pérdida repentina de cabello que suele comenzar con una o más zonas de calvicie circulares que pueden superponerse. En algunos casos, la pérdida de cabello es completa y se va extendiendo a todo el cuerpo, condición que se denomina alopecia areata universal. Su carácter de enfermedad autoinmune supone que el daño a los folículos pilosos es provocada por las defensas del propio individuo, por razones profundas, de índole psicodinámicas. En raras ocasiones, la curación es espontánea, mientras que en otras, el cuadro se torna permanente, y no vuelve a crecer el pelo.

Para entender la íntima conexión de la psicología con las enfermedades de la piel, recordemos una vez más que tanto esta, como el sistema nervioso, se originan ambos en la misma capa embrionaria. Hay padecimientos que aparecen o que se disparan en momentos psicológicos específicos, como los de stress, y los dermatólogos, en este sentido, suelen coincidir respecto a que ciertas dermatosis tienden a producirse en determinadas personalidades.

Estudios como el realizado en el año 2009 en el Departamento de Psicología de la Universidad de Westminster (Londres), donde se consultó a 214 personas que padecían alopecia sobre la incidencia que esta tenía en su estado emocional como en su vida diaria, sirve como buena referencia para considerar la importancia que tiene la asistencia psicológica paralela al tratamiento médico de esta condición. Los pacientes evaluados en este estudio manifestaron sentimientos de enojo, disgusto, preocupación y estrés, siendo la pérdida de la autoconfianza, de la autoestima y la timidez las respuestas más comunes, especialmente en las mujeres.

Por su parte, y según investigaciones de José María López Sánchez, se encuentra en los pacientes que padecen este tipo de alopecia un perfil alexitímico y una inhibición de la agresión. Sus conclusiones, obtenidas mediante estudios psicobiográficos y psicodiagnósticos, permiten dar cuenta de ciertas características destacables a nivel caracterológico, como la presencia de comportamientos de sumisión y pasividad, mientras que a nivel discursivo, la asunción existencial de un rol de víctima y predominio de sentimientos de impotencia, tanto como de miedo a la agresión y al castigo.

En forma paralela, en otro estudio realizado por el médico psicoanalista Jorge Ulnik junto a la doctora Margarita Chopitea de Fontan Balestra, se había aludido a dicha pasividad, postulando que algunos pacientes han desempeñado el rol de “muñecos”, cumpliendo la función de un objeto transicional tardío para sus madres. La ilusión de que el pelo vuelva a crecer vehiculiza, así, una fantasía de evitar las consecuencias de la castración, dado que lo que se corta o ha caído puede volver a aparecer tal como era antes.

Según postula la psicoanalista Marta Bekei, la derivación dermatológica de un paciente a la consulta psicológica puede deberse a raíz de una vivencia traumática que desestabiliza al sujeto, sobre todo si se trata de niños y adolescentes. Sabido es que la alopecia areata aparece vinculada a una predisposición genética, la cual está determinada por encontrarse comúnmente antecedentes familiares. Sin embargo, los dermatólogos reconocen que en la producción del fenómeno debe intervenir una vivencia emocional intensa, angustiante, que actuaría mediada por una reacción inmunológica. Esto es plenamente comprobable en la clínica de adolescentes que padecen esta condición. En mi experiencia, he podido verlo reflejado como consecuencia de situaciones de duelo muy complejas, que llegaron a traducirse incluso en verdaderas depresiones reactivas. La vivencia íntima que tiene que ver con la pérdida, por muerte o separación, de un objeto libidinal importante, o bien, con el miedo a perder su amor, puede desencadenar estos procesos, lo que demanda, para su buen abordaje, un estudio profundo de la personalidad del padeciente, y las características del medio social y familiar en el que este está inserto.

Por otro lado, habrá que determinar si este cuadro corresponde a una estructura psicosomática deficitaria, o quizás a otra estructura similar, ya que la dinámica del padecimiento sugiere, por lo general, su naturaleza psicosomática. En este sentido, la estructura de personalidad de personas que sufren trastornos psicosomáticos se distingue, fundamentalmente, por una debilidad yoica percibida a través de las fallas funcionales. Por otro lado, son observables también limitaciones en la capacidad fantasmática y en la simbolización, las cuales se reflejan en lo que desde la escuela psicoanalítica de París, Pierre Marty denomina pensamiento operatorio.

Las relaciones objetales que se establecen por medio de este Yo deficitario de naturaleza simbiótica, dado que no se ha logrado una clara discriminación yo/no yo. Los individuos con esta estructura psíquica suelen ser sobreadaptados a su medio, incansables, puesto que fueron entrenados para centrar su atención en los estímulos externos e ignorar sus señales corporales internas. Por esta deficitaria discriminación yo/no yo, la pérdida objetal se vive como la pérdida de una parte de sí mismo, y el dolor que provoca se cristaliza directamente en el cuerpo, sin ser mentalizado.

La mayoría de los estudiosos en psicosomática coincide, a este nivel, respecto a la importancia que la temprana relación madre-hijo tiene a propósito del desenvolvimiento de las capacidades simbolizadoras; de modo que, al fallar la madre en su función estabilizadora de la estructuración yoica, se crean las condiciones para la configuración psicosomática.

El cabello, al constituir un apéndice externo de nuestro organismo, puede ser desprendido fácilmente, sin provocar heridas ni dolor. No obstante, atacar parte del propio cuerpo es desvitalizarlo, y su expulsión, constituye un grado de autoagresión, siendo esta una característica esencial de los trastornos psicosomáticos. En este sentido, la alopecia no daña una parte vital del organismo, aunque sí una muy visible, produciendo un síntoma que expone directamente a la mirada de los demás. Mirada esta, que en algunos casos, se acompaña de burla y rechazo. Y es que provocar la agresión del otro es una autoagresión indirecta, y la somatización, como proceso, es siempre autoagresiva.

El poder autoagresivo y la continuidad del cuadro psicosomático dependen en gran medida de la estructura yoica del sujeto que lo padece. El abordaje clínico supone la necesariedad de volver la mirada hacia atrás y sumergirse en acontecimientos de un momento previo donde lo biológico y lo psicológico no están todavía discriminados.

Promover la puesta en palabras de aquellas vivencias relacionadas con pérdidas todavía no elaboradas.

Posibilitar nuevas ligaduras psíquico energéticas, que permitan sortear su descarga somática.

Reforzar las defensas yoicas, para que frente a la eventualidad de sucesos traumáticos por venir, el sujeto cuente con la posibilidad de ligar dichos excesos de energía, sin verse inevitablemente remitido a un estado de indefensión.

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