viernes, 29 de septiembre de 2017

Otras vidas, la mirada de un librepensador

Imágen: Kent MacDonald

"¿Hay otra vida después (o antes) de esta? Es poco probable y seguramente poco deseable. Si en una segunda vida guardamos memoria de la primera y esa vida tiene lugar en este mismo mundo, no será propiamente una segunda vida. La vida pretérita será en esencia idéntica e indiferenciable de nuestro pasado, tal como lo sentimos ahora. Si, en cambio, esa segunda vida tiene lugar en otros mundos, alejados sin remedio de todo lo que amamos, será más bien algo poco deseable, una especie de insoportable exilio. Y si en esa segunda vida, ya tenga lugar en este mundo o en otros, no guardamos memoria de lo que hemos vivido, entonces no será propiamente una segunda vida, sino simplemente la vida de cualquier otro. Así que quizá haya otras vidas y otros mundos, pero como diría Eluard, están en este. Y son fatalmente insospechados para nosotros".

sábado, 23 de septiembre de 2017

La piel como escenario


La piel como escenario
, por Juan Manuel Otero Barrigón

La piel está relacionada con todo, siendo una barrera sensible y táctil entre el sí mismo y el otro, entre el exterior y el interior del individuo. Su vitalidad para la existencia es tal, que constituye la geografía donde los seres pueden encontrarse. Amén de ser tan delgada, la piel es profunda y rica. Todo el conjunto de órganos, músculos, estructura ósea, y en definitiva, todas las partes que rodean nuestro cuerpo, están cubiertas por esa fina película que define el límite entre aquello que somos y aquello donde dejamos de ser. La piel está, además, dotada de una especialísima cualidad de contención o permeabilidad simbólica: de allí que suele decirse que una persona muy susceptible tiene la piel fina, mientras que otra resistente, “curtida” por la vida, tiene la piel gruesa. Cuando los avatares de la existencia se inmiscuyen en nuestro humor, “se nos meten bajo la piel”. Por otro lado, en casi todos los idiomas se comprende el carácter esencial o comprometedor que reside en la expresión “salvar el pellejo”.

La piel consta de tres capas y supone el 15% de nuestro peso corporal. Es el mayor órgano del cuerpo y su función es proteger y amortiguar. En tanto envoltura o tegumento exterior, algunos ritos distribuidos por el mundo nos enseñan que no está exenta de su desollamiento. Los pueblos antiguos despellajaban a víctimas humanas y se cubrían con su piel para imitar la muda de las serpientes, donde la vieja piel del año se retira, posibilitando una renovación transformadora.

La piel es también un lienzo a través del cual se expresan diversos detalles simbólicos de la posición social y de la identidad personal. Por ejemplo, en ciertas culturas, el abdomen cortado de una joven representa disponibilidad conyugal, y el torso tatuado de un hombre, su condición iniciática. Por otra parte, a menudo, el maquillaje concilia al mismo tiempo tanto un juego como un arte decorativo que crea una máscara para el drama de la vida. En los cuentos tradicionales y en el folklore, la persona maldita o hechizada tiene muchas veces la piel de un animal. Esto sugiere, por un lado, la necesidad de redimir un complejo psíquico que no le permite ser del todo humano todavía; o, por el otro, la necesidad de vivir dentro de la sustancia animal o el espíritu creativo de la naturaleza que ha descuidado. En el imaginario inuit, uno podría encontrarse con un animal que se quita la piel para revelar un ser humano, o con un humano que se quita la piel para revelar un animal, dando cuenta del carácter mutable y fluido del paisaje psíquico y sus interconexiones.

Dada nuestra estructura deseante, y las limitaciones de la piel para conseguirnos las condiciones necesarias de confort que los seres humanos anhelamos, comúnmente nos valemos de pieles externas para adaptarnos al entorno. Según el artista y arquitecto austríaco Hundertwasser, empleamos, por ejemplo, cinco pieles diferentes. La primera de ellas es la nuestra, la epidermis; la segunda, la vestimenta; la tercera la casa, los edificios; la cuarta piel es la identidad, todo aquello que constituye nuestro entorno más cercano, nuestra familia, nuestro barrio o ciudad, en resumen, lo que nos ayuda a definirnos. Por último, la quinta piel es la Tierra, nuestro planeta, el mismo que con su atmósfera protectora nos permite vivir, generándonos un ambiente que nos aísla del resto, del frío universo exterior.

Pero volviendo a la primera de estas superficies, digamos que nuestra relación con la piel no está exenta de su Sombra. Las pieles de muchos animales exhiben maravillosos dibujos o pelajes destinados a asegurar su supervivencia. Sin embargo, los seres humanos también las codician, como símbolos de status o para adornar su vestimenta de moda. De esta manera, empujamos a la práctica extinción a muchas especies, a las cuales estábamos destinados a proteger. Más aún, el color de la piel, determinado tan solo por su cantidad concentrada de melanina, ha sido desde antaño raíz esencial de distinciones étnicas y de prejuicios racistas. Las proyecciones psíquicas en torno a su claridad u oscuridad, plasmadas en gran variedad de mitos y relatos religiosos en todo el mundo, han condicionado profundamente nuestra percepción de los demás y de nosotros mismos.

En la piel reside el sentido del tacto, que nos posibilita percibir la presión, la temperatura y el dolor. Como fuente poderosísima de estimulación sensorial, el tacto es muy valioso para el desarrollo de las crías de muchas especies, incluida la humana; en épocas tempranas, fomenta en ellas su supervivencia, un mayor bienestar, y una progresiva independencia.

Dado que la piel se desarrolla a partir del mismo tejido fetal que el cerebro y funciona en íntima colaboración con los sistemas hormonal, vascular, inmunológico y nervioso, distintas patologías a dichos niveles se expresan a través de esa superficie protectora. Además, y como la piel es tan rica en tonalidades en lo relativo a sus reacciones a los elementos de la naturaleza, las circunstancias ambientales y los campos psíquicos, sirve como barómetro del bienestar tanto físico como psicológico. En las condiciones de la piel, suelen registrarse distintas huellas de nuestra biografía y de nuestras relaciones con los demás.

La pérdida de cabello suele ser una de esas condiciones que, salvo en aquellos casos motivados por causas estrictamente biológicas o hereditarias, suele ser escenario, muchas veces, de los avatares de nuestro devenir vital. Entre los hombres, sabido es que el paso de los años determina muchos vayamos perdiendo el cabello. Cuando Francisco de Asís y sus seguidores entraron en el clero de la Iglesia medieval, se tonsuraron, y sólo se les dejó una corona de pelo en la cabeza. Imitación tanto de la corona de espinas de Cristo como de su realeza divina. En los hombres, el cabello se puede asociar a la belleza y al vigor sexual, pero en algunas culturas, su carencia también realza la belleza natural de la cabeza y puede denotar a una persona estudiosa, un intelecto superior. En el mundo hebreo, Sansón da cuenta de lo primero, a tal punto de que el mito dota al pelo de eficacia mágica. Tanto en hombres como en mujeres, la pérdida involuntaria del cabello puede alterar de manera permanente la imagen de uno mismo, evocando cierta vulnerabilidad. Pero, por otro lado, la noción del cambio interior es vital para el significado simbólico de la cabeza desnuda. Afeitársela con fines rituales refleja la idea de consagración, iniciación y transformación espiritual, "sacrificio" que se refleja en el ingreso a muchas órdenes religiosas y que evoca la calvicie del momento de cambio quizás más determinante de la vida, la del recién nacido. Representación de una muerte y un renacimiento psíquicos. En ciertos contextos esotéricos, se postula la importancia de la coronilla, donde reside la conexión vertical con lo superior o lo trascendente. Conexión que se simboliza en las representaciones artísticas como un halo de luz brillante que rodea la cabeza. Pero también una cabeza sin pelo puede ser señal de castigo, o un intento de deshumanización: como cuando se rapaba a ciertos delincuentes, o a las mujeres que se acercaban al enemigo en tiempos de guerra. En definitiva, el poder simbólico de la calvicie tal vez descanse en que exterioriza la superficie de la cabeza, lugar del entendimiento, de los pensamientos, y de las imaginaciones más íntimas, que nos impulsan a lo alto.

"Santo Domingo Guzmán", por Fray Angelico

En nuestros tiempos, debe señalarse, además, la disímil valoración que la pérdida de cabello acarrea para hombres y mujeres. Los cánones de belleza imperantes en la mayoría de nuestras sociedades tienden a ser más impiadosos respecto a las consecuencias de la pérdida de pelo cuando se producen en la mujer. A diferencia del varón, a quien despúes de cierta edad, se le concede socialmente la posibilidad de perder cierta cantidad de pelo, la calvicie en la mujer tiende a asociarse con la menopausia y la pérdida de fertilidad, por lo cual la sociedad no suele admitir que una mujer pueda quedarse calva, siendo en esos casos, mayor su impacto psicológico en quienes atraviesan dicho proceso (aislamiento, pérdida de la autoestima, depresión, etc).

Esto nos lleva a considerar la importancia que tiene el diálogo entre los factores médicos y psicodinámicos. Así como la dermatología se ocupa de las enfermedades médicas de la piel, la psicodermatología es la disciplina que se aboca al estudio de la imbricación que dichas enfermedades tienen con nuestra psicología profunda.

Una de estas expresiones más comunes es la alopecia areata, definida como una enfermedad autoinmune de los folículos pilosos, caracterizada por pérdida repentina de cabello que suele comenzar con una o más zonas de calvicie circulares que pueden superponerse. En algunos casos, la pérdida de cabello es completa y se va extendiendo a todo el cuerpo, condición que se denomina alopecia areata universal. Su carácter de enfermedad autoinmune supone que el daño a los folículos pilosos es provocada por las defensas del propio individuo, por razones profundas, de índole psicodinámicas. En raras ocasiones, la curación es espontánea, mientras que en otras, el cuadro se torna permanente, y no vuelve a crecer el pelo.

Para entender la íntima conexión de la psicología con las enfermedades de la piel, recordemos una vez más que tanto esta, como el sistema nervioso, se originan ambos en la misma capa embrionaria. Hay padecimientos que aparecen o que se disparan en momentos psicológicos específicos, como los de stress, y los dermatólogos, en este sentido, suelen coincidir respecto a que ciertas dermatosis tienden a producirse en determinadas personalidades.

Estudios como el realizado en el año 2009 en el Departamento de Psicología de la Universidad de Westminster (Londres), donde se consultó a 214 personas que padecían alopecia sobre la incidencia que esta tenía en su estado emocional como en su vida diaria, sirve como buena referencia para considerar la importancia que tiene la asistencia psicológica paralela al tratamiento médico de esta condición. Los pacientes evaluados en este estudio manifestaron sentimientos de enojo, disgusto, preocupación y estrés, siendo la pérdida de la autoconfianza, de la autoestima y la timidez las respuestas más comunes, especialmente en las mujeres.

Por su parte, y según investigaciones de José María López Sánchez, se encuentra en los pacientes que padecen este tipo de alopecia un perfil alexitímico y una inhibición de la agresión. Sus conclusiones, obtenidas mediante estudios psicobiográficos y psicodiagnósticos, permiten dar cuenta de ciertas características destacables a nivel caracterológico, como la presencia de comportamientos de sumisión y pasividad, mientras que a nivel discursivo, la asunción existencial de un rol de víctima y predominio de sentimientos de impotencia, tanto como de miedo a la agresión y al castigo.

En forma paralela, en otro estudio realizado por el médico psicoanalista Jorge Ulnik junto a la doctora Margarita Chopitea de Fontan Balestra, se había aludido a dicha pasividad, postulando que algunos pacientes han desempeñado el rol de “muñecos”, cumpliendo la función de un objeto transicional tardío para sus madres. La ilusión de que el pelo vuelva a crecer vehiculiza, así, una fantasía de evitar las consecuencias de la castración, dado que lo que se corta o ha caído puede volver a aparecer tal como era antes.

Según postula la psicoanalista Marta Bekei, la derivación dermatológica de un paciente a la consulta psicológica puede deberse a raíz de una vivencia traumática que desestabiliza al sujeto, sobre todo si se trata de niños y adolescentes. Sabido es que la alopecia areata aparece vinculada a una predisposición genética, la cual está determinada por encontrarse comúnmente antecedentes familiares. Sin embargo, los dermatólogos reconocen que en la producción del fenómeno debe intervenir una vivencia emocional intensa, angustiante, que actuaría mediada por una reacción inmunológica. Esto es plenamente comprobable en la clínica de adolescentes que padecen esta condición. En mi experiencia, he podido verlo reflejado como consecuencia de situaciones de duelo muy complejas, que llegaron a traducirse incluso en verdaderas depresiones reactivas. La vivencia íntima que tiene que ver con la pérdida, por muerte o separación, de un objeto libidinal importante, o bien, con el miedo a perder su amor, puede desencadenar estos procesos, lo que demanda, para su buen abordaje, un estudio profundo de la personalidad del padeciente, y las características del medio social y familiar en el que este está inserto.

Por otro lado, habrá que determinar si este cuadro corresponde a una estructura psicosomática deficitaria, o quizás a otra estructura similar, ya que la dinámica del padecimiento sugiere, por lo general, su naturaleza psicosomática. En este sentido, la estructura de personalidad de personas que sufren trastornos psicosomáticos se distingue, fundamentalmente, por una debilidad yoica percibida a través de las fallas funcionales. Por otro lado, son observables también limitaciones en la capacidad fantasmática y en la simbolización, las cuales se reflejan en lo que desde la escuela psicoanalítica de París, Pierre Marty denomina pensamiento operatorio.

Las relaciones objetales que se establecen por medio de este Yo deficitario de naturaleza simbiótica, dado que no se ha logrado una clara discriminación yo/no yo. Los individuos con esta estructura psíquica suelen ser sobreadaptados a su medio, incansables, puesto que fueron entrenados para centrar su atención en los estímulos externos e ignorar sus señales corporales internas. Por esta deficitaria discriminación yo/no yo, la pérdida objetal se vive como la pérdida de una parte de sí mismo, y el dolor que provoca se cristaliza directamente en el cuerpo, sin ser mentalizado.

La mayoría de los estudiosos en psicosomática coincide, a este nivel, respecto a la importancia que la temprana relación madre-hijo tiene a propósito del desenvolvimiento de las capacidades simbolizadoras; de modo que, al fallar la madre en su función estabilizadora de la estructuración yoica, se crean las condiciones para la configuración psicosomática.

El cabello, al constituir un apéndice externo de nuestro organismo, puede ser desprendido fácilmente, sin provocar heridas ni dolor. No obstante, atacar parte del propio cuerpo es desvitalizarlo, y su expulsión, constituye un grado de autoagresión, siendo esta una característica esencial de los trastornos psicosomáticos. En este sentido, la alopecia no daña una parte vital del organismo, aunque sí una muy visible, produciendo un síntoma que expone directamente a la mirada de los demás. Mirada esta, que en algunos casos, se acompaña de burla y rechazo. Y es que provocar la agresión del otro es una autoagresión indirecta, y la somatización, como proceso, es siempre autoagresiva.

El poder autoagresivo y la continuidad del cuadro psicosomático dependen en gran medida de la estructura yoica del sujeto que lo padece. El abordaje clínico supone la necesariedad de volver la mirada hacia atrás y sumergirse en acontecimientos de un momento previo donde lo biológico y lo psicológico no están todavía discriminados.

Promover la puesta en palabras de aquellas vivencias relacionadas con pérdidas todavía no elaboradas.

Posibilitar nuevas ligaduras psíquico energéticas, que permitan sortear su descarga somática.

Reforzar las defensas yoicas, para que frente a la eventualidad de sucesos traumáticos por venir, el sujeto cuente con la posibilidad de ligar dichos excesos de energía, sin verse inevitablemente remitido a un estado de indefensión.

viernes, 15 de septiembre de 2017

Los niños azules (por Ana Silvia Karacic)


Los Niños Azules, por Ana Silvia Karacic*

"¿Y si existiera algo más de lo que puedes imaginar?" (ASK)


Comencé a buscarlos después del Año de las Cenizas, cuando los Dos Soles calcinaron nuestro mundo, hace ya demasiado tiempo. Entonces, pensé que se trataba sólo de un mito; hasta ese punto la niebla invadió mi memoria.

Hoy, en el año 4811 de la Edad de los Dos Soles, envuelto en el humo que emana mi pipa; recuerdo con inquietud ese primer aguijonazo de sorpresa e intuición. No se trataba de historias o vanos decires; estaba allí, en tinta negra, grabado a fuego sobre la hoja de un manuscrito. Nadie hubiera osado escribir algo falso, sólo la verdad puede fijarse en el tiempo y en el espacio.

La Ciudad del Amanecer guarda una torre de piedra vedada al pueblo. Los reyes-sacerdotes son los únicos que pueden acceder a ella, y al tesoro del conocimiento que encierra. Ciertamente, sus puertas están abiertas para mí, aunque no soy rey. Recuerdo ese atardecer, cotejando las versiones más antiguas de los Conjuros de los Portales, casi distraído entre los escritos de mis predecesores… Vi caer de una pila, por divina intervención, uno de los Antiguos.

El frío de la mañana me endurecía las manos y cuando me incliné a recoger el manuscrito; sentí las ráfagas que entraban por la ventana, azotando la piedra gris. Lo presentí como un augurio de pesares. Ni yo me acercaba a ellos. Fueron escritos en una Edad sagrada, anterior a la nuestra, la del Sol Rojo, y por una raza que ya no existe. Únicamente podían ser tocados luego de una purificación. No debí tomarlo; no sin un ritual. El libro cayó abierto y una hoja se dobló. Aunque no tuve intención de leerla, al desdoblarla, mis ojos se clavaron en esos caracteres antiguos y ya no fui dueño de mi voluntad. Algo dirigió mis manos hacia las viejas páginas. Supe, entonces, que no podría volver atrás.

Estos secretos se han guardado durante varias Edades. Podría iluminar a los hombres de este tiempo, pero prefieren creer que fueron mitos; no imaginan lo que se esconde en estas páginas. Tal vez no quieran saberlo; y los comprendo.

Traté de recordar lo que se decía de los Niños Azules; pero los milenios han deformado demasiado la historia. Hasta donde puedo recordar, se susurra que en un tiempo lejano las distintas razas se comunicaban entre sí: estaban los Hombres, que construyeron ciudades como ésta y cultivaban el conocimiento; los Opalescentes, dueños del poder de transformación y del dominio de las fuerzas naturales; los Sabios, señores de la Palabra Sagrada del Eter y capaces de desplazarse en el viento; los Amos del Fuego, que detentaban el poder sobre los metales y extraían su fuerza mágica; y finalmente, los Niños Azules.

Ellos custodiaban las Puertas entre el Sueño y la Vigilia, impidiendo que aquél se derrame en el mundo despierto. Tal vez por eso su morada era desconocida; nadie quería saber dónde vivían. ¿O era el instinto de preservación lo que instaló el silencio sobre ellos? Acaso habrán sentido que no debían perturbarlos en su misión. En un mundo en el que las fuerzas no se diferencian claramente, hasta el pensamiento puede desencadenar lo no deseado.

Pienso ahora, que la ignorancia de su morada y el no poder verlos (ya que el sol los vuelve traslúcidos), hizo que su recuerdo se alejara. No puedo decir mucho más; acontecimientos desgraciados sobrevinieron a todas razas, y su memoria quedó atrás, vencida por la realidad que arrolló el mundo.

Sin embargo, aunque no se habla de los Niños Azules, ellos no descuidaron su tarea, envueltos en el silencio del ensueño.

Me temblaron las manos al observar la notación de la fecha, parecía corresponder a la Edad anterior, la del Sol Rojo -antes de que estallara en los Dos Soles que nos robaron el descanso nocturno-; la hoja doblada daba inicio a un relato casi incomprensible, escrito en una forma antigua de la escritura de los Sabios, las frases eran acertijos como los que utilizaban los Opalescentes. Las letras negras habían sido grabadas mediante la magia del fuego de los Amos. Eso era preocupante: ¿tres razas involucradas en la escritura de un relato que se guardaría en una torre perteneciente a la ciudad de una cuarta, la de los Hombres?. Y el relato se refiere a la quinta raza.

A diferencia del resto, el inicio de la narración era relativamente comprensible; y decía así:

Y el calor del frío nacerá cuando el Sol Rojo se parta en dos. De las cinco, cuatro se batirán y de una se olvidarán. Sin crepúsculo, no se verán, inútil búsqueda será. Puerta sin cerrojo quedará.

En ella creí notar una alusión a los hechos que ocurrieron años después, el estallido de nuestro sol, la guerra que sobrevino luego… No estoy seguro, pero, y de una se olvidarán, debe ser una alusión a los Azules y al olvido del que fueron objeto. El resto no tiene mucho sentido, si pretende decir lo que pienso que decía. A menos que los Niños Azules hayan cruzado al Otro Lado y no nos diéramos cuenta.

O algo peor.

Si ellos cruzaron al mundo del sueño, ¿Quién guarda las Puertas? ¿Habrán dejado un Centinela? ¿O custodian desde el Otro Lado el fluir de las realidades?

Temo pensar en otra posibilidad. Ya ésta es peligrosa. Me preocupa que se haya volcado al manuscrito semejante sentencia. Algo es cierto: desde el estallido de Sol Rojo, y sin noches, tenemos apenas algo que se asemeja a un crepúsculo. Un sol cruza al otro en el cielo sin dar tiempo a la merma de la luz.

Sin crepúsculo no se verán.

Eso no indica que no estén. Prefiero pensar que ellos han pasado hacia el Sueño y que nos cuidan desde allí. Es cierto que los defraudamos. No podían creer que desatáramos tal guerra. Tampoco quisimos oírlos cuando se presentaron ante aquél Consejo en el que nos reunimos todas las razas. Nos hablaron de algo que no comprendimos, de una amenaza parecida al sueño, pero de diferente naturaleza. ¿Qué podía importarnos en ese momento?.

Estoy tratando de recordar… dijeron que eso podía desencadenarse e inundar nuestra realidad, si los sellos de las Puertas se rompían. Nadie se molestó en preguntarles qué era eso y por qué causa podrían romperse los sellos.

Yo tampoco lo hice.

Hablábamos de guerra, de dominio y de posesiones. Los Niños intentaron interrumpir, pero no los dejamos.

Casi no nos dimos cuenta cuando se retiraron, tan ocupados estábamos planeando nuestra propia destrucción. Eso sí, el más pequeño se volvió a mirarnos antes de cerrar la puerta de la sala del Consejo: Tenía los ojos inundados…

Lo que vino después de la guerra, fue aun peor. Los Dos Soles impedían la sombra, pero comenzaron a aparecer extrañas tinieblas. Las formas de las cosas se distorsionaron. Susurros casi inaudibles acosaron nuestros oídos. Presencias invisibles nos invadieron y un sentimiento de inquietud que nunca habíamos tenido, apareció. Su presencia dolía en el pecho.

Nuestra memoria empezó a nublarse. Entonces comenzamos a escribir nuestros conocimientos; pero la escritura se diluía como el agua. En poco tiempo dejamos de entendernos, y la vida tal como la conocíamos se desmoronó. Algo indecible había invadido nuestro mundo, nuestro espíritu, y en el escaso tiempo que destinábamos al sueño, devoraba nuestra esperanza.

Puerta sin cerrojo quedará.

Así pasaron milenios, envueltos entre dos realidades de naturaleza diferente. Fue entonces cuando los recordamos. ¿Sería acaso esto lo que los Azules advirtieron que pasaría? ¿El encuentro de dos reinos que no estaban destinados a unirse? Ellos sabían que cuando el Sol Rojo se dividiera no serían vistos. Su temor, creo, fue no ser escuchados tampoco. Así ocurrió.

Anhelamos su conocimiento sobre las Puertas del Sueño. Los necesitamos ahora, pero nadie sabe dónde están.

Desde entonces, los busco. No sé si podré encontrarlos; no sé si quieren ser encontrados. Desde que los caminos se borraron, acaso no podamos volver atrás.

Aun así, algunas veces, siento su mirada desde el Otro Lado del espejo.

*Cuento escrito a la memoria de J.J.R Tolkien

Ana Silvia Karacic es orientalista, pintora y escritora. Especialista en mitología y religiones, ejerce como profesora titular, entre otras, de la Cátedra de Religiones Comparadas en la Universidad del Salvador. Ha publicado los libros: "El pueblo de la Bruma. El ciclo mitológico irlandés" y "Las religiones de Japón", ambos textos de tenor académico. 

viernes, 8 de septiembre de 2017

Derroteros de nuestra llamada "evolución"


Impacta observar esta reconstrucción forense de dos neandertales que se expone en el Museo de Gibraltar (España). Esa niña aferrándose a su madre. Dicen que tenían un sentido profundo de la compasión, y que se preocupaban por el bien común. Así y todo, no pudieron evitar desaparecer de la faz de la tierra hace alrededor de 40.000 años, aunque habitaron el Viejo Continente durante, al menos, 200.000. En comparación, y con el puntapié de la agricultura , nuestra civilización tiene apenas 10.000 años. Nada. Las pinturas de Altamira, unos 15.000. La pirámide de Keops, 4.500. Jesús de Nazareth, 2000 años. Mahoma, 1.400. La revolución de Mayo, 200 años. Los celulares, 40. ¿Hasta donde llegará la cuenta con personas como Donald Trump y Kim Jon-un afinando los violines de su danza macabra ?

viernes, 1 de septiembre de 2017

La muerte y los duelos

"El primer duelo", William Adolphe Bouguereau, 1888.

"La muerte y los duelos", por Alfredo Moffatt 

El tema al que me referiré es muy delicado, porque en nuestra cultura occidental es muy negado, ya que la muerte es considerada sólo un accidente inesperado que es necesario ocultar. Pero es un tema que condiciona toda la vida, la creatividad, el arte, y todo lo que hace soportable la circunstancia ineludible del ser humano de estar “viviendo para morir”, lo cual es un tema esencial de la filosofía, la finitud.

Otro tema ligado a la muerte es el duelo del que se queda, porque cuando alguien se muere estamos obligados a elaborar lo que se llama el duelo que es juntar todas las circunstancias vividas con aquel que ya no está, y construir la memoria del ausente, en adelante, a esa persona la guardamos en nuestra mente. Esto se llama introyectar al muerto.

El pasado y el futuro son los dos espacios de lo imaginario. El pasado siempre es añoranza porque se nos va lo que conocemos, como, por ejemplo, nuestro cuerpo chiquito de la infancia, o nuestros padres. Siempre estamos perdiendo algo, y tenemos que acostumbrarnos a ello y a despedirnos, o sea, a elaborar duelos. No sólo de las personas, sino de las cosas: el trabajo de duelo es una función básica. Un depresivo se puede definir como la persona que no aprendió a despedirse, a decir “Chau, mi cuerpo infantil” o “Chau, mamá”. También hay despedidas extremadamente dolorosas, como ese chau que viene a contramano: “Chau, hijo mío”.

Tenemos que aprender la ceremonia de la despedida, que es el duelo. Yo he viajado mucho y a lugares extraños, generalmente; por ejemplo, he estado con indios en el Amazonas, en Estados Unidos, en lugares muy marginales, como el Bronx, y más tarde en la India. En estos lugares yo percibí distintas formas de resolver esto de la despedida.

El duelo principal es el de un vínculo, y, en especial, como el más doloroso, el de la pareja, que es muy difícil, porque quedamos reducidos a la mitad, ya que nosotros existimos dentro del vínculo como una mitad.

El vínculo es lo que da sentido a las cosas, como, por ejemplo, la casa donde vivíamos con la otra persona, o el barrio, o la confitería donde íbamos, y todo pierde sentido sin la otra persona. En los primeros momentos, el duelo se convierte en motivo de consulta al pedir ayuda psicológica, y la muerte también es un momento agudo para el que queda vivo.

Conceptualmente, hay dos tipos de muerte: la inesperada y la anunciada. Ésta, como es el caso de una enfermedad terminal, permite la elaboración del duelo en la otra persona. Pero la inesperada, como un ataque cardíaco, por ejemplo, deja en el aire cierta cantidad de diálogos y explicaciones que no se pudieron resolver, y cuantos más sean estos, más difícil será el duelo. En este caso, una forma de ayudar en terapia, al que hace el duelo, es evocar imaginariamente a la otra persona, y generar las condiciones para que pueda dialogar con ese otro que tiene adentro, el que está introyectado en él. Así, podemos hablar con un padre muerto, un esposo, o una esposa, porque los llevamos adentro.

Hay instrumentos para ayudar a hacer eso, como el “Ensueño Dirigido”, donde el paciente está relajado, con los ojos cerrados, en un lugar muy silencioso, y se le induce a permitir que aparezca la imagen del ser querido desaparecido, y entonces comienza un diálogo en voz suave, mientras el terapeuta acompaña, ayudando en ese juego que existe en todas las culturas, ya que todas tienen alguna organización para hablar con los muertos, de una manera u otra.

Insisto: la elaboración de un duelo es la elaboración de una despedida, ya que siempre tenemos pendientes cuentas, reproches o perdones que no nos dijimos. Y si eso no se resuelve, el que murió queda vivo, como “fantasma”, porque “está y no está”.

Entonces, lo que hace el duelo es enterrarlo, ya que los muertos se entierran con palabras, no con tierra. Uds. sabrán que, simbólicamente, la losa del sepulcro tiene un significado antropológico, es algo pesado que impide que el muerto vuelva, pero, en lo interno, el muerto vuelve si uno no lo elabora. Después de la muerte, el que queda pasa por varias etapas. Primero viene la sorpresa, o el desconcierto, y después la negación. Y esa negación termina recién cuando uno, dentro de sí, hace el trabajo de duelo, se despide, y construye imaginariamente a esa persona interna.

Por eso, todas las culturas tienen una ceremonia que es el funeral, en especial las ecológicas, que tienen una buena relación con la muerte, mientras que las tecnológicas como la nuestra, tienen ceremonias muy pobres, muy breves, como para terminar pronto y olvidarse. Antes, el velatorio se hacía en la misma casa donde había vivido el muerto, y eso era importante, porque era en esa casa donde no iba a estar más, y esa escenografía permitía que la despedida fuera honda, permitía el llanto y permitía que cada uno contara algo del “finadito”, es decir, que se hiciera un constructo imaginario.

Pichon Riviere daba mucha importancia a este tema de la muerte, era un “enamorado de la muerte”, un melancólico existencial (por eso bebía mucho), y murió en paz, porque tenía muy buena relación con la muerte, cosa que tengo yo también, gracias a él (espero seguir teniéndola cuando ella esté más cerca…).

Actualmente, cuando muere alguno, la familia va a una funeraria, y les dan, por ejemplo, el “3º B”, un departamento anónimo (casi como un albergue transitorio para muertos). Los deudos no hacen nada, no participan como los de antes que cavaban, construían el cajón, o tenían alguna tarea en la preparación del cadáver, como vestirlo, o amortajarlo.

Los llamados “salvajes” del Amazonas hacen unas ceremonias hermosas, llenas de sentimiento y respeto, mientras que ahora aquí todo lo hacen empleados que ni lo conocieron al muerto, y luego los deudos están diez minutos, toman un cafecito, y se van.
Luego, a causa de haber querido “hacerse el vivo” con la muerte, el que queda no elabora, y pasa dos años en el diván de un psicoanalista elaborando el tema (en larguísimas cuotas).
En cambio, los llamados “salvajes” del Amazonas, cuando muere alguien, hacen un lío bárbaro, se pintan con cenizas, se tiran al suelo, lloran una semana entera, algo muy profundo. Antes de la semana, levantan al muerto, y lo llevan en una canoa por el río, con comida, y sus cubiertos, a la ciudad de los muertos, y al finalizar la semana, terminan, se bañan y quedan lo más bien (porque pagaron al contado).

Esa es una cultura que elabora correctamente el tema de la muerte, mientras que la nuestra no lo elabora bien. En realidad, los salvajes somos nosotros.

En la India, donde la vida y la muerte están muy mezcladas, he visto una elaboración muy importante. Dicen que cuando uno muere en realidad empieza a vivir de otra manera. Un hindú me dijo (en un inglés hinduizado): “Uds. los occidentales son ricos y nosotros pobres. Pero Uds. tienen una vida, mientras nosotros tenemos muchas” (Y yo, como occidental, me sentí pobrísimo). Y es cierto, porque nosotros, con toda nuestra riqueza no elaboramos eso que es el tema más importante, ya que si uno tiene los brazos aferrando a ese muerto-fantasma, que está y no está, no puede abrazar al vínculo que viene después. Y esto vale aunque no haya muerte, porque si la niña que se hace grande no puede despedirse de papá, no puede recibir al marido, que será su nuevo vínculo profundo. Por eso, en algún momento, tiene que poder decir: “¡Chau, papá… Hola, marido…!”.


Como se ve, los duelos están continuamente presentes en nuestra vida, y si aprendemos a despedirnos, aprendemos a adquirir. Y estoy hablando en un país que no aprendió eso, lo cual se ve claramente en nuestro tango, que es el duelo eterno, el duelo patológico con música. La mina se fue, y el tipo está con la guitarra: “Percanta que me amuraste...”. Sin ver el montón de percantas nuevas que lo rodean en el conventillo, porque tiene los ojos ocupados con la que lo dejó, de la que él todavía no aprendió a despedirse. Y no se puede estar siempre así. En algún momento hay que dejar de llorar, salir a la calle, retomar la vida, y superar la tristeza.

Pichon fue médico personal de Discépolo, quien le contaba los secretos de cada tango, y Pichon había llegado a la conclusión de que el duelo de los tangos no es el duelo del tipo con la mina, sino el duelo con la mamá. Porque en aquella época, en los conventillos, donde vivía la gente muy pobre, había mucha tuberculosis, desnutrición y muchos elementos que contribuían a dejar a los niños solos, es decir, era muy común el traumatismo infantil por abandono prematuro, que muy difícil de elaborar, porque cuando se produce la pérdida muy temprana de una madre, ese duelo deja una experiencia de tristeza que no se termina de elaborar totalmente nunca.

En una institución psiquiátrica donde yo trabajé conocí a un paciente cuya madre se había muerto cuando él tenía cuatro años, su padre se había deprimido, y él había quedado en un duelo congelado, lo cual le había acarreado trastornos de miedo patológico a la muerte, porque el padre no había podido ayudarlo a llorar. Uno de los instrumentos valiosos que la naturaleza nos dio es el llanto, que es compulsivo, y por eso mueve la musculatura, porque la muerte produce miedo y contracción, y como el llanto afloja, lo que hay que hacer es llorar plenamente para aflojar la contracción muscular.

Cuando vemos películas lacrimógenas decimos: “¡Mirá qué vulgares, cómo lloran!”. Y nosotros, que no lloramos, después vivimos con el muerto transformado en fantasma, o hacemos somatizaciones, porque lo colocamos en un órgano del cuerpo, o sea que lo depositamos psicológicamente. Por ejemplo, alguien que tiene una madre agresiva, cuando ella muere, puede comenzar a sufrir de úlcera, porque puso a la mamá en lugar de la comida, es decir que la introyecta. Lo que habría que hacer en este caso sería ayudarlo a ir hacia atrás para poder despedirse de esa madre, y lo curioso es que esto se puede hacer aún después de mucho tiempo con instrumentos que nosotros llamamos “máquinas del tiempo”, que son el Psicodrama y el Ensueño Dirigido, que permiten revivenciar con toda la conmoción emotiva, aquel traumatismo de pérdida y poder “pagar” aquella cuenta de dolor teníamos pendiente.

El maestro Alfredo Moffatt

Cuando yo era chico, la ceremonia que rodeaba a la muerte era imponente, algo conmovedor, como es la muerte: se usaban carrozas con caballos negros, y participaba todo el barrio. “¡Se murió doña Pepa…!”, y todos iban y los deudos lloraban abiertamente con los demás en una ceremonia compartida. Luego se hacía el entierro, se limpiaba la casa y era como que se había exorcizado a la muerte. En cambio, nosotros, en un ratito liquidamos todo, y volvemos a nuestro departamento donde el muerto va a estar presente en cada rincón que compartimos con él, porque no hubo una ceremonia que permitiera la despedida en la vida cotidiana. No se puede engañar a la muerte.

Había otra situación siniestra que a veces se daba antiguamente. Moría un niño, y el médico recomendaba a la madre que tuviera otro hijo. Y a éste, muchas veces, le ponían el mismo nombre, con lo cual el niño debía cargar con el fantasma del hermanito muerto.

Mi profesor, el Dr. Ángel Fiasche, trabajando con él en EE.UU., me contó el caso de un niño que decía que, de noche, veía un esqueleto que se le acercaba. Investigando a la familia, había descubierto que había pasado lo que mencioné antes, y él vio que lo que habían querido hacer era sustituir al muerto, y creían engañar así a la muerte, mientras se engañaban ellos creyendo que el niñito no había muerto. Entonces, Fiasche les dijo que tenían dos caminos: o elaboraban el duelo de ellos con aquel nene muerto, sin hacer la trampa de usar al niño vivo como sustituto, como un clon, o tendrían un hijo esquizofrénico. Y lo que el niño decía con esa especie de alucinación del esqueleto que veía a la noche era: “Ese cadáver no soy yo”. O sea que, con la alucinación, se sacaba el esqueleto de encima. En última instancia, el niño “deschavaba” la trampa de los padres.

Un pueblo que resuelve bien el tema de los duelos es un pueblo más sano, pero para eso tienen que estar todos juntos. En Bolivia, las ceremonias son fuertes, con esa concepción indígena que es mucho más sabia que esta cultura tecnológica nuestra tan injusta, tan enferma, y que produce tanta soledad. En ciudades como Buenos Aires, hay millones de personas solas en la selva de cemento, encerrada en sus departamentos, absorbiendo el mensaje de la TV. Tenemos que recobrar la cultura criolla que es más sabia. En el campo, cuando muere alguien, de entrada, le dicen cariñosamente “el finadito”, y hablan durante un tiempo de que el finadito hizo esto, hizo lo otro. En los velorios, siempre el finadito era bueno, porque el duelo, en realidad, consiste en introyectar al muerto, es decir comérselo, según Freud, y nadie quiere comerse un finado malo que luego “le retuerza las tripas”. Esto es exactamente lo que pasa cuando los conflictos pendientes, no elaborados con el muerto (culpas, reproches, rencores, etc.) producen somatizaciones gástricas (úlceras), genitales (impotencia), respiratorias (asma), etc.

Hay un tema que nos defiende de la muerte, y es el amor, que es lo único que puede enfrentar a la muerte. La muerte y el amor son antagónicos, lo cual tiene que ver con que yo existo porque otro me mira, y si ya no me mira yo no existo más. Además, yo no muero del todo, si alguien me recuerda. En España leí el lema de un escudo que decía: “Vivir se debe de tal suerte, que vivo se permanezca en la muerte”.

Por eso, los pueblos llamados primitivos tienen mucha fuerza. Se quieren, se pelean pero se quieren. La gente muy pobre es muy solidaria, porque si no lo es, no sobrevive. Y viven con mejor humor que nosotros, aunque muchas veces no tienen qué comer, y es que, a pesar de todo, están juntos. Nosotros tenemos un poco más pero estamos solos, y eso es la muerte, porque la muerte y la neurosis son la soledad. Por eso, la despedida es lo que nos permite meter adentro a todos los que quisimos, y por eso, algunos viejos están tranquilos, aunque estén solos, porque están llenos de gente adentro.

Recuerdo que, una vez, unos alumnos me trajeron a la madre, que era una señora muy razonable, y que, en ese momento, se había obstinado en que no quería enterrar a su marido fallecido repentinamente (de un ataque cardíaco en la calle). Quería conservarlo con el cajón sobre la cama de él, haciéndole una ventanita en la tapa para poder verlo. Yo charlé con ella, muy calmadamente, y le dije: “¿Para qué querés tenerlo en el cajón? No te va a servir para nada, porque enseguida se va a empañar el vidrio por dentro y ni siquiera vas a poder verle la cara. Aparte de que va a ser todo un engorro administrativo”. La clave de esta necesidad extraña se develó, ella me dijo: “Durante treinta años, nosotros hablábamos largamente antes de dormir. Y ahora, ¿cómo hago?”. Entonces yo le dije: “¿Tenés un buen retrato de él? Bueno, hacele un lindo portarretrato y ponelo sobre la mesita de luz, y todas las noches podés hablar con él, pero con el retrato. Al cabo de un tiempo, ni vas a necesitar el retrato, porque lo vas a tener adentro de tu corazón”. Es decir, lo iba a introyectar. (Parece que “se me fue la mano con la terapia”, la propuesta dio tanto resultado, que al cabo de un año se casó de nuevo.)

Algunos dicen que al producirse un vacío, sobre todo en una separación no querida, como sería una muerte, es necesario tapar de algún modo ese agujero. Y contesto que sí, pero con la misma persona que se fue, no con otra.

Primero hay que enterrar un vínculo con recuerdos, palabras, diálogos, y luego recién adquirir otro. Es muy peligroso sustituir, porque se le va a pedir al nuevo que sea el otro, y como no es el otro, esto va a llevar a la frustración del “no sos el que yo pensaba…”. Esto pasa muchas veces.

En la infancia, los duelos son muy difíciles con los niños pequeños. Cuando a los cuatro o cinco años, queda sin padre, si hay un adulto que le permite hacer el duelo, abrazándolo, haciéndolo llorar, no es tan lesiva. Lo es si el adulto que quedó está deprimido o no lo ayuda, porque el niño no puede llorar solo, sino que necesita la contención de un adulto para apoyarse, para no desarmarse en el desconcierto.

Hay que llorar con otro, por eso, el duelo es un fenómeno grupal.
En Estados Unidos la muerte es de terror, y así les va, pobres… La despedida es mínima: van, espían de lejos y se van. Están proscriptas cualquier expresión corporal y el llanto. Por eso las series están llenas de muerte. Pero no sirven para elaborar la muerte, porque en las películas siempre se mata al otro, nunca al protagonista, lo cual sí sería una elaboración, porque el espectador se identifica con el protagonista, y con eso se conectaría con su propia muerte, pero en nuestra cultura occidental, negadora de la finitud, el tema de la muerte no vende.
Recuerdo, en una profunda crisis mía, en la que me sentía solo y viejísimo, de pronto me di cuenta (así se me presentó) de que la muerte, en realidad, es una despedida consigo mismo. Es “Chau, Alfredito… ¡tantos años acá adentro, hablando entre los dos…! Nos vamos a separar para siempre”. Morirse es separarse de mí mismo.

Pero la vida es tan insolente, tan potente, que vuelve otra vez, porque el psiquismo tiene una gran capacidad de vida, la pulsión de vida, según Freud. La vida y la muerte deben coexistir, porque si no pensamos en la muerte no sabemos que estamos vivos, y nadie está más contento y más vivo que el que casi se murió.
Pichon Rivière cada tanto se moría, tenía un ataque, estaba todo entubado, y después resucitaba. Una vez me dijo que los alumnos de su escuela le reprochaban que no se moría, que parecía que moría y no se moría, y después volvía a la escuela, y no les dejaba hacer el duelo. En uno de esos ataques, yo estaba con él, que estaba todo entubado, en el Hospital San Martín, y le dije, repitiendo una broma frecuente entre nosotros: “Dale, Enrique… decí tus últimas palabras”. Él se corrió los tubos para el costado de la boca y dijo: “La vida vale la pena vivirla”. Ese día, que era de sol, yo salí a la calle y sentí que si él, que estaba allí, todo estropeado, decía eso, yo debía agradecer el estar vivo.
Otra frase fundamental de Pichon era: “La muerte está tan lejos como grande sea mi proyecto”. Y creo que es lo más útil de todo lo que yo estoy diciendo aquí. O sea, si yo no tengo una esperanza, un proyecto de vida, estoy muerto.

Enrique Pichon Riviere

Yo trabajo mucho con pibes muy pesados, pibes chorros, quienes dicen: “Yo sigo hasta que me bajen, porque estoy jugado”. Es decir, yo ya morí, no tengo posibilidades de laburo, no tengo nada, estoy destrozado, la cana me busca, no me importa morir porque no tengo por qué vivir. Y Pichon murió a los setenta años, joven como un muchacho. Claro que a él la vida le había dado oportunidades y a los otros pibes no.

En el fondo del manicomio habíamos hecho una comunidad con los compañeros internados, hicimos un lío bárbaro en el tiempo de Cámpora, y una vez casi tomamos el hospicio. Era la República de los Locos, en el fondo, donde había dignidad para ellos. Al empezar la reunión izábamos la bandera, cantábamos el himno, éramos ciudadanos, y había que redefinir quién estaba loco y quién no, porque ya el guardapolvo blanco (el que usaba el psiquiatra) no servía.

Por ello, los psiquiatras nunca llegaban al fondo, porque era territorio liberado. Y los locos, que antes parecían zombis, allí estaban vivos, habían revivido porque habían comenzado a dialogar, y tenían un proyecto, que era construir el pueblito de la República de los locos. Fue lindo, pero cuando vino el Proceso Militar tuvimos que rajar rápidamente porque éramos considerados subversivos. Después del Proceso asesino volvimos con la Cooperanza.

Después hicimos el Bancapibes, con pibes de la calle, que llegan con el alma congelada, duros, y al construir entre todos una comunidad de tareas y afectos comenzaron a descongelarse, a querer la vida, y ya no esperaban la bala policial como inevitable.
El tango “Malevaje” habla del guapo que no tenía miedo de morir, que se jugaba todo. Y entonces vio una mina que “pasaba con un compás tan hondo y sensual…”, que el tipo se enamoró. Y en el tango, se queja de que, después de eso, había cambiado tanto que un día en que lo habían desafiado a pelear, había huido, porque no había querido arriesgarse a caer preso o morir, ya que eso le hubiera impedido hacer su romance. O sea que el amor nos hace querer la vida.

Víctor Frankl, un psicólogo que estuvo en campos de concentración, creador de la Logoterapia, una terapia de enfoque existencial, lo primero que les preguntaba a los pacientes que iban a su consulta era: “Ud., ¿por qué no se suicida…?”. Y con eso lo obligaba a reflexionar y enfrentarse con lo que le impedía querer morir, o sea con lo que lo ataba a la vida. O sea, al paciente le hacía oponer la vida a la muerte.

Allá en la India creí adivinar algo de cómo la muerte está incluida en la vida, como aquí en el campo. Ellos tienen una concepción circular de la existencia, mientras que nosotros tenemos un concepto lineal que niega el final, y, por lo tanto, nos aparece, a veces, la profunda inquietud frente a ese final ineludible. Con el amor y el trabajo enfrentamos la muerte. Una vez le preguntaron a Freud qué era la salud, y respondió: “Amar y trabajar”. Con esas “dos piernas”, yo puedo recorrer ese camino tan extraño que es el existir. Pero si me quitan el trabajo, como sucede con la desocupación actual, yo quedo rengo, y si con eso pierdo la familia, quedo en el piso, entro en depresión y no quiero vivir.
Cuando hago un grupo con desocupados y me dicen “¿Qué hacemos, Alfredo?”, yo digo: “Vayan a pelear, a protestar, a quemar… ¡Armen lío, muchachos!”. Y eso les sirve porque eso les da un proyecto, los une el ir a conquistar un trabajo, porque si se quedan allí se deprimen.

En el tiempo en que los jubilados iban a protestar al Congreso, yo estaba en relación con PAMI, y veíamos que los viejitos que se quedaban en casa tenían más problemas psicológicos que los que iban a pelear al Congreso, porque la pelea es vida. Tan es así, que a veces peleamos amorosamente, y hasta el odio sirve, porque nos permite tener una interacción. Mi hijo, que es biólogo, y está como investigador en Michigan, dice que en biología hay una ley fundamental que dice: “Todo organismo que no está en conflicto con su medio, está muerto”. O sea que la vida es conflicto: si peleo estoy vivo. Y hay, a veces, amores que son intensos, porque el amor es una síntesis.

No se puede hablar de la muerte sin hablar de lo contrario. Sabemos que el día es el día porque existe la noche, y sabemos que la vida es lo contrario de la muerte, a tal punto que podríamos decir que la muerte no existe, que es sólo la ausencia de vida. Si no fabrico la vida, sucede lo que hay detrás, la muerte. La vida es figura, la muerte es fondo. En termodinámica tampoco existe el frío, sino sólo la falta de calor. A veces, desgraciadamente, cuando el vínculo no es amoroso, la gente se une a través de la pelea. Si no nos amamos, nos odiamos porque lo que más tememos es quedar solos.

Las drogas y el alcohol son formas tecnológicas de tapar la muerte artificialmente. Yo he hecho la experiencia de consumir una droga psicoactiva que se llama “Wachuma” en Perú, que los indios toman juntos, y hacen un viaje hasta el principio de la vida, y también al extremos de la muerte, y allí me di cuenta de que estaba en el medio de algo, del existir.

En cambio, la droga que se está dando a los jóvenes es terrible. La cocaína es muerte, ya que induce sólo a la acción, porque no abre la cabeza, y para los muy pobres, el Poxi-ran quema las neuronas. Una vez le pregunté a uno de los chicos que se drogaban con el Poxi-ran, y me dijo: “¿Qué querés, que me vuelva loco? Yo duermo donde vos caminás” (en la calle). Era casi como decirme: “Dame una casa y yo dejo el Poxi-ran.” Ahora la situación es mucho peor con el Paco, una droga altamente tóxica.

Yo fui Director del Asilo de Mendigos de la Municipalidad de Buenos Aires. Claro, la única vez que tuve un cargo público fue en el lugar más marginal, como me corresponde, porque a mí la marginalidad me preocupa porque hay mucha vida dentro de esa muerte, hay mucha riqueza existencial. Un croto viejo me dijo: “Sr. Director, Ud. habla de la psicología, ¿pero Ud. sabe cuál es el diván de los pobres? El cartón de vino, porque nos quita el hambre, el frío y la tristeza”. Entonces yo, ¿cómo puedo decirle a uno que está tirado bajo el puente “No tomés”, si no le estoy dando comida, calor y contención? Y los pibes, ¿por qué se drogan? Porque no tienen destino. Estamos haciendo un genocidio a futuro, porque los pibes son el futuro.

En la Argentina actual, estamos rodeados de muerte. El hambre y la miseria no se pueden aguantar, no se puede llevar la desesperación de un pueblo hasta tal punto sin que suceda una explosión social, que termine con la injusticia social. En los sectores pobres, donde el hambre es tremendo, sin embargo hay solidaridad. Hay madres que tienen ocho, diez hijos, y son unas leonas. La riqueza del pobre son los hijos. A veces, los padres se van por allí a beber y ellas deben salir a buscar el peso, pero muchos hombres salen por la noche a levantar cartones para ganar 50 u 80 pesos, que no alcanzan para nada.

Estamos rodeados de muerte, sí, y por eso yo imagino que si la situación llega a ser totalmente inaguantable, esta etapa histórica tan dolorosa, de nuestra Argentina, puede terminar para dar lugar a un nacimiento, pero el parto siempre tiene algo de sangre, que ojalá sea poca. Pero algo va a pasar, porque el hambre es como la cocaína: vuelve loca a la gente, y por eso no hay nada más peligroso, para un sistema corrupto, que un pueblo desesperado. Los pobres no van a aceptar el destino de morir, sino que van a dar batalla, como históricamente lo hicieron pueblos como el de Francia, en la Revolución Francesa.

Volviendo al tema de la muerte, cuando se muere un abuelo “tano”, con toda la familia alrededor, es un mentiroso si dice que está angustiado, porque está rodeado de todos sus seres queridos, acompañado y va a seguir vivo en el recuerdo. En cambio, en Estados Unidos, la muerte es espantosa, en terapia intensiva, solo, en medio de toda esa tecnología deshumanizada.
Quiero terminar con algunas recomendaciones para operar frente a un paciente suicida. Quería tirarse desde el décimo piso y yo no sabía cómo hacerle concienciar lo que iba a hacer. Le dije: “Mirá… si vos te tirás desde el décimo, ¿qué pasa si en el quinto te arrepentís?”. Y allí vaciló porque se enfrentó a una duda, tomó conciencia de lo irreversible de lo que quería hacer, y, al dudar, me dio tiempo para engancharlo y tironearlo nuevamente hacia la vida.

Siempre que una persona dice “Me quiero matar”, hay que escuchar otra cosa: “Ayúdenme a vivir, que solo no puedo”. No es que quiere irse de la vida, lo que no puede es quedarse.

A un adolescente que se quiere suicidar le dicen “No te matés”, y lo que hay que hacer es preguntarle por qué, así se le da la oportunidad de contar, y al contar se vincula, y al vincularse se engancha en la vida otra vez. Decirle “No te matés” es una orden negativa, pero en cambio preguntarle “¿Por qué te querés matar?” es una propuesta positiva, porque si lo cuenta lo comparte y sale de la soledad, que es lo desesperante.

(Este texto fue publicado originalmente en la página de Facebook de Alfredo Moffatt)